Me libera. Me hace sentir bien, o mejor que bien. Es equilibrio. Es serenidad.
Pintar me permite no pensar, no verbalizar, sino simplemente actuar conforme las sensaciones me traspasan.
El único acto consciente es el de preparación de los cacharros, del soporte, del espacio de trabajo. La música*. Una vez que cojo el pincel…
Pero no tengo el tiempo que querría para pintar y, con perdón, maldigo a los buenrollistas del “no digas que no tienes tiempo para hacer lo que te hace feliz, simplemente hazlo”. Ya. Claro. Ajá.
Es algo que duele, el rendirse a la rutina, a los horarios, a los compromisos adquiridos (algunos de ellos benditos sean) pero sobre todo, a las necesidades. Duele pensar que lo que le define a uno quede relegado a la etiqueta de “hobby”: algo secundario, prescindible. Duele mucho. Duele que la circunstancia no te permita dar ese salto vital, que hasta te haga dudar de si es realmente necesario o es solo una ensoñación, una mitificación de algo que no existe ni existirá.
¿Qué digo “duele”?
Jode.
No sé por qué mi cabeza es como es, ni por qué mis recuerdos de niñez están siempre adornados por cuadernos, pinturas de cera, el olor de la primera caja de acuarelas de madera que me regaló mi padre, mis primeros cómics, mis libros del colegio llenos de adornos. No sé por qué me enganchó esta sensación de libertad que tengo al coger un lápiz.
Pero sí sé que me gustaría estar así todo el día.
Cuando veo a mi hijo pintando y disfrutando como yo lo hago, no sé si desear que no le pique el bicho, ya que no sé si seré capaz de ayudarle a encontrar el camino.
O no sé. Quizá lo consiga.
*Algún día hablaré, o escribiré, sobre la música que escucho cuando pinto.